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Aprovechando el mes de la ciberseguridad, me gustaría aprovechar para reflexionar sobre la evolución dramática que estamos viendo en el impacto de los ciberataques, que ya no se limitan a la pérdida de datos o a la interrupción de servicios en línea. Cada vez más, estamos siendo testigos de cómo las amenazas cibernéticas tienen consecuencias en el mundo físico, poniendo en riesgo la integridad de las personas y la seguridad de infraestructuras críticas.
Como en ocasiones anteriores he mencionado, desde este medio, incidentes como el caso de Crowdstrike (que provocó una paralización de sistemas a nivel mundial) o el caso de Colonial Pipeline, suponían un impacto directo en nuestra forma de vida. Sin embargo, ya no hablamos de impactar la forma de vida, sino la vida en sí misma. El reciente ataque perpetrado contra el grupo de Hizbolá nos da idea de cómo un ataque lanzado y organizado desde el mundo digital se puede cobrar las vidas de decenas de personas y herir a otras miles.
La digitalización ha llevado a una integración sin precedentes entre sistemas informáticos y dispositivos físicos. Desde las redes eléctricas hasta los sistemas de transporte y los equipos médicos, muchos de los sistemas que utilizamos a diario están conectados a internet y son vulnerables a ciberataques.
Esta convergencia significa que un atacante que comprometa un sistema digital puede causar daños físicos reales. Por ejemplo, un ciberataque a una planta química podría alterar los controles y provocar una explosión, o un ataque a un hospital podría desactivar equipos médicos vitales.
El crecimiento del Internet de las Cosas (IoT) ha ampliado enormemente la superficie de ataque. Dispositivos como cámaras de seguridad, termostatos inteligentes y sistemas de alarma están conectados y, a menudo, carecen de medidas de seguridad robustas. Los atacantes pueden explotar estas debilidades para acceder a redes internas o manipular los dispositivos directamente.
Tristemente, el ataque a Hizbolá es solo la culminación, ya que hemos tenido varios ejemplos en el pasado con impactos también notables. En 2017, el ataque de ransomware WannaCry afectó a cientos de organizaciones a nivel mundial, incluyendo el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido. Los sistemas hospitalarios fueron paralizados, lo que obligó a desviar ambulancias y reprogramar citas médicas.
Otro caso es el ataque al sistema de control de una planta de tratamiento de agua en Florida en 2021. Los atacantes intentaron aumentar los niveles de hidróxido de sodio en el suministro de agua a niveles peligrosos. Afortunadamente, el intento fue detectado a tiempo y no hubo consecuencias para la población, pero demostró la vulnerabilidad de las infraestructuras críticas.
La línea entre el mundo digital y el físico es cada vez más difusa. Los ciberataques, que antes podían limitarse a pérdidas financieras o de información, ahora tienen el potencial de causar daños físicos significativos y poner en riesgo vidas humanas. Es esencial que, tanto organizaciones como personas, tomemos consciencia de este hecho, a fin de poder prepararnos debidamente frente a este tipo de amenazas. La ciberseguridad ya no es solo una cuestión de proteger ordenadores y redes, sino de salvaguardar la integridad física y la seguridad de nuestra sociedad interconectada.